El aprendizaje de la nación que comienza a configurarse en la reforma educativa de los años noventa va más allá del aprendizaje de un relato sobre el país. Se trata también de sujetarse a los nuevos roles que nos corresponden como ciudadanos. Estas nuevas subjetividades, que conciben al individuo como capital humano, empresario de sí mismo, implican un quiebre fundamental en la función de maestros y estudiantes. Apoyan este proceso una transformación radical del currículo y la consolidación de un modelo pedagógico que parece oponerse a la profundización de los aprendizajes. En este contexto de relaciones superficiales con el conocimiento, la escuela deja a los estudiantes en situación precaria y limita el desarrollo de capacidades críticas esenciales para su participación en la comunidad política nacional.