Peluquerías, postizos, tinturas, cortes y extensiones, quirófanos, clínicas, lipos, liftings, flotadores, operaciones estéticas, residuos patógenos. Los ámbitos en que transcurre y el vocabulario que ilumina esta siniestra historia protagonizada por Ruth Epelbaum -la detective creada por Krimer en Sangre kosher- nos anticipan que en esta novela, como siempre, las mujeres se hacen cargo, padecen, disfrutan, ponen el cuerpo. Y lo pone sobre todo la entrañable Ruth. A diferencia de ciertas heroínas del género tan eficaces como asexuadas, la archivista trasplantada de la judería entrerriana a Villa Crespo es siempre una mujer. Hecha de puras ganas, Ruth es una mina entera, que se vale como puede. La resolución de cada caso es un milagro de supervivencia. Y mientras ella se cuela en una fiesta de reviente en un country de Cañuelas, le tiran un cadáver en una mansión de San Isidro y otro por la borda en el Casino de Puerto Madero, y arriesga huesos y pellejo en gimnasios barriales y clínicas top de la calle Talcahuano, van desfilando una serie de personajes con filo, doble fondo y sin desperdicios: el violento Silveyra, turbio y prontuariado; el cirujano Vidal y su anómala familia; Marcia Tesoro, la grotesca diva atontada, e incluso la equívoca Norita, una "mosquita muerta" chandleriana. Ya lo dijo el apócrifo Vernon Sullivan: Elles se rendent pas compte. Es decir: Con las mujeres no hay manera o con las mujeres nunca se sabe.